Después de la reflexión sobre la justicia social, la equidad y la escuela inclusiva, los que tenemos una responsabilidad directa con los estudiantes, los que vivimos cada día la diversidad presente en las aulas, sentimos la necesidad de pasar a otro nivel de concreción.
Más allá de que la conferencia de G. Echeíta se centrara preferentemente en los alumnos con discapacidades más que en la diversidad real, donde conviven aquéllos con otros en riesgo de exclusión social por motivos bien distintos, sus palabras nos colocan en la rampa de salida al encuentro con esa diversidad. En la escuela y en el aula. Y debemos encontrar herramientas, saber lo que de verdad funciona. La sesión sobre escuela inclusiva me ha obligado a revisar y concretar lo que venimos oyendo desde hace tiempo para poder hacer frente a mis responsabilidades educativas particulares, desde el convencimiento de que la inclusión tiene una naturaleza dilemática y su búsqueda tiene que ser constante, honesta, difícil y estresante, en palabras del propio Echeíta.
Tal vez porque en los últimos años me he dedicado más a las funciones directivas que a las clases de matemáticas, entiendo mejor, visualizo mejor lo que son buenas prácticas en la escuela que en el aula. Atender y facilitar el aprendizaje de las matemáticas de forma inclusiva en un aula de veintitantos adolescentes diversos en género, etnia, capacidades, etc., se me antoja ahora mismo una labor llena de complejidad y dificultades, la mayor de las cuáles es el objeto mismo de aprendizaje: las matemáticas.
Estudiar matemáticas es una experiencia común para toda la especie humana sin importar dónde vivimos, nuestros referentes culturales o la lengua que hablamos. Es una experiencia que nos une a través de todo el mundo, pero que para muchas personas ha sido y está siendo desagradable y dolorosa.
Un tema recurrente en educación matemática es la exclusión que muchas personas han experimentado con las matemáticas (o con los profesores de matemáticas) y cómo esa marginación no se debe al azar. Concretamente, se relaciona con la raza, el género, la situación de inmigración, la clase social, etc. de los estudiantes, tal y como lo acredita el informe del National Research Council de 1989: “la distancia entre los que tienen éxito en el estudio de las matemáticas y quienes no lo tienen coincide alarmantemente con las
categorías sociales y de grupo étnico” (NRC, 1989, p14).
La idea de prácticas educativas exclusoras existe en diversos trabajos recientes en educación matemática. La autora Gelsa Knijnik (2003), analiza dos aspectos en los que se excluye mediante las matemáticas:
- La exclusión de grupos sociales de las matemáticas.
- Las políticas del conocimiento que ocultan las relaciones de poder que hacen que algunos contenidos estén legitimados para integrar el currículo y
otros no.
La corrección de estos dos aspectos encaja perfectamente con la intersección de factores que, según Echeíta suponen el núcleo de la búsqueda de la inclusión: Presencia, Aprendizaje y Participación.
Para superar la primera de esas situaciones exclusoras, muchos autores afirman que en cuanto se da la oportunidad y la confianza a los estudiantes para expresar sus ideas, probar hipótesis e investigar conceptos, los resultados que se obtienen son siempre positivos (Elboj, Pugdellívol, Soler y Valls, 2002). Ellos apuestan por el aprendizaje dialógico (Flecha, 2000), un enfoque didáctico crítico que busca la transformación de las
situaciones de exclusión en situaciones de oportunidades para incluir a todas las personas en aprendizaje. Coloca el diálogo igualitario en el centro de la práctica en el aula con el profesor como facilitador y como participante del mismo. Desde este punto de vista, lo que se consigue es que a través del diálogo, se pongan en común, tanto el saber que todo el mundo tiene de las matemáticas en la vida real, como el saber más académico de las matemáticas escolares. Así que, crear situaciones en las que pueda darse ese diálogo igualitario es una de las grandes responsabilidades de los profesores de matemáticas, si lo que se pretende es no excluir a nadie de la educación matemática, ni acabar reproduciendo en el aula situaciones de desigualdad.
El segundo aspecto exclusor se refiere al currículo. La pregunta es clara: ¿Cómo hay que plantear el currículo de matemáticas en los tiempos que vivimos para que pueda superar exclusiones? La investigación reciente en el ámbito de la didáctica de las matemáticas sugiere que nos centremos más en la enseñanza de las grandes ideas de la matemática que sirva para poner las bases sobre las que cada cual pueda construir luego su propio conocimiento a lo largo de la vida (¡casi nada!) Y sugiere también que esas ideas se presenten en situaciones contextualizadas que tengan sentido para los estudiantes, en las que utilicen las matemáticas para explorar y entender su comunidad (Giménez, Diez-Palomar y Civil, 2007).
Para estos autores, mejorar significa lograr que más personas aprendan matemáticas, sientan que las matemáticas no son un problema, que no son una barrera sino un ámbito de conocimiento para disfrutar.
Como dice Alsina (2000) hay que hacer más trabajo en grupo, más labor de orientación, poner más esfuerzo en buscar situaciones cotidianas donde aplicar las matemáticas y ofrecer ejemplos y proyectos que permitan a los estudiantes dar sentido a aquellas nociones abstractas que están aprendiendo. O en palabras de Giménez, Díez-Palomar y Civil (2007, p35): “Conseguir unas matemáticas para todos pasa por romper la barrera de del miedo y el rechazo que producen”